¿Qué festejamos el 14 de febrero?
Aquí un cuento de amor y otras dolencias.
El amor en tiempos electorales.
Mi
primer amor fue más grande que yo, tanto, que de habernos casado, al vernos por
la calle la gente pensaría que soy su nieto. No fue la edad lo que nos separó,
sino la desconfianza, su manía por controlarlo todo, las peleas acaloradas que
sosteníamos por décadas enteras debido al carácter distinto de cada uno. María Salud
Carmen Reliquia del Señor Guadalupe Fruto de la Vid de los Ángeles Rico Díaz y
Fuentes, estaba formada con los valores de inicio de siglo: prejuicios y
complejos, miedos y sanciones de una mente conservadora. Era predecible,
monótona, neurótica y autoritaria. Me da mucha pena contarlo, señorita Laura, pero
hubo días en que me llegó a pegar, y no sólo a mí, también a mi madre y a mis
hermanos, a mis amigos y a mis mascotas, a los vecinos y a las personas que
pasaban a su lado en el preciso momento de su cólera: tazas, espejos, jarrones,
bosques, ríos, organizaciones civiles, pequeñas empresas, mitines, esperanzas, quedaban
hechos polvo.
Cuando
se daba cuenta de lo que era capaz de hacer, por su orgullo no pedía disculpas,
más bien, culpaba al mundo y decía que sus actos estaban basados en el amor y
la democracia, y que no éramos lo suficientemente listos para entenderlo. Yo la
quise a pesar de todo, aunque me dejara tuerto, calvo, manco, más flaco y más
feo, endeudado, solo, hecho trizas. Hace unos días supe que se fue del país.
Tiempo
después, ya recuperado, conocí a Polly Anderson Nuñez en una fiesta. La traté
muy poco esa noche, pero por azares del destino nos encontrábamos muy seguido,
teníamos amigos en común, íbamos a los mismos lugares, notaba que se sentía
bien conmigo y yo, sentía que volaba cuando ella estaba cerca. Nunca lo dijimos,
era como si la vida misma quisiera juntarnos, pero la vida siempre deja una
carta bocabajo. Un día la invité a salir y me dijo que no. Así, no y punto. Desanimado
di por muertas mis ilusiones, aunque me comía la duda de por qué se había
negado si nos llevábamos tan bien. Nos seguimos encontrando extrañamente todos los
días. Tenía miedo de volver a invitarla a salir, quería estar con ella más de
cinco minutos que era lo que duraban nuestras conversaciones, quería saber más
de ella, ¿Qué pensaba?, ¿Qué quería?, si sentía algo por mí o sólo me veía como
un amigo ocasional. No soporté la espera y le volví a preguntar si quería salir
conmigo, a lo que ella contestó con un rotundo No que rebotaba como eco en una
habitación sin tiempo.
Pensé
en ella durante toda la semana, a cada hora y cada minuto veía su rostro en los
comerciales, en las revistas, en la propaganda de la calle, en los
espectaculares y en las nubes. Un domingo de elecciones en que estaba en juego
el puesto de gobernador, me la encontré en el módulo de mi colonia con sus
padres y se hizo la desentendida, me dejó con la mano en el aire y un saludo a
medias que contuve mordiéndome la lengua. Esa fue la última vez que la vi de
frente. Semanas después, al leer el periódico, Polly aparecía de la mano del ya
nombrado gobernador. El encabezado rezaba: “Boda de ensueño: Gobernador
presenta a su prometida”.
Fue
un golpe muy duro, me hice a la idea de que el amor no era para mí. Durante
años me enfoqué al trabajo, a vivir mi soltería y a sobrellevar el aburrimiento
como me fuera posible. Llegué a salir con mujeres, pero ninguna era la
indicada. Probé incluso con hombres que a la larga se convirtieron en mis
mejores amigos. Me compré una muñeca inflable que sólo hablaba el lenguaje de
las ausencias. Salí con toda la fauna de mi ciudad. Ciertas noches me besé con
algunos fantasmas. Me resigné.
Cuando
estaba seguro de que no volvería a enamorarme y que me moriría con la pasión
agarrotada y el amor hecho un vil pantano, la conocí. Su nombre, Pacanda
Rosas Duarte, era como el palpitar de un lago hecho de pura luz y júbilo que me
hacía sumergirme en los misterios más bellos del corazón.
War of the feelings, Leonid Afremov |
Nos hicimos novios a la segunda
semana de conocernos, debo aceptar que ahora yo era el viejo en la relación. No
sé qué tan cierta sea la idea de que tenemos un alma gemela esperándonos en
alguna parte del mundo o del tiempo, pero me pasó a mí, el amor me encontró, me
tocó y se quedó. Nos casamos a los cuatros meses, tuvimos tres hermosos hijos:
dos niñas y un niño. Nos mudamos a Guerrero a trabajar como maestros de una
escuela rural. Con muchos esfuerzos compramos un terrenito donde levantar
nuestra casa y en donde creciera nuestra familia. Me jubilé y ella siguió
trabajando. Una tarde que quisiera no recordar, le marqué a su celular y estaba
fuera de servicio. Qué extraño, pensé, ella siempre lleva cargador o me habla
si va a llegar tarde. Tuve que ir a buscarla con una linterna porque ya estaba
oscuro y por las calles de la escuela aún no ponen alumbrado. Dos cuadras antes
de llegar, vi a un grupo de alumnos y padres de familia afuera de la escuela.
Sentí como si un rayo me partiera. Pensé lo peor. Me contaron que había entrado
el ejército a hacer una revisión del plantel por supuesta información de que
ahí almacenaban drogas. Pacanda había recibido y tratado de aclarar el asunto
con el general al mando. Se la llevaron.
Alfredo Valderroca.